miércoles, noviembre 23, 2005

mi muerte (ella decide)


Había que robarle el arma a la Muerte para morirse uno cuando lo decidiera y no cuando ella lo dispusiera. Era hembra, por lo tanto astuta, por lo tanto detallista, meticulosa y observadora. No iba a ser fácil distraerla para que se despistara de su "arma". La muerte no dormía nunca o, mejor dicho, ella sí pero tenía un ejército dispuesto a ejecutar en su nombre, todos bien entrenados, bien pagados y bien alimentados de asado y de sexo. Ella se reservaba el privilegio de jugar con los suicidas. El arma permanecía siempre atada a su cintura y yo supe que la forma más segura de acabar con mi vida era robándosela. Si es que un suicida no quiere errar su tiro, de todos es bien sabido que no hay nada más certero que usar ese herramienta maldita. Lo demás eran golpes de suerte. Y yo nunca tuve mucha.

Ya había probado... Un día me tiré por la ventana del sexto y caí sobre el toldo del bar de abajo. No me atreví a decir que quería quitarme la vida; dije que había resbalado del balcón al regar las plantas. Pero decidí que no iba a fallar una segunda vez. Una mañana temprano fui a arrojarme al paso de un tren rápido, desde un puente sobre la vía, a las afueras de la ciudad. Esa madrugada hubo una amenaza de bomba y se suspendió todo el transporte ferroviario. Estuve esperando durante dos horas: me quedé con el culo helado y los pies como carámbanos. Me harté y volví a casa para entrar en calor y tomar un té con leche, desnatada, por lo de la grasa y el colesterol...
Pero no me resigné a mi infortunio: escuchando el concierto para piano nº 11 de Mozart, en los primeros compases del Larghetto, la sutileza, el encantamiento, la fascinación me dieron la clave: la convencería de que ella era imprescindible para mí, que era imposible separarnos. La enamoraría. Era mujer y por lo tanto sensible a la seducción. Y así comenzó mi juego: primero poemas, luego cartas de amor, llegaron encuentros furtivos y fugaces en los que ella no perdía de vista su arma, arma transformable en veneno, puñal o gas según la ocasión. Luego la confundí con alguna sospecha infundada de infidelidad y, como yo esperaba, se volvió loca. Nuestras reconciliaciones eran intensas, vehementes, rotundas, nos amábamos hasta destrozarnos el cuerpo y el alma. Ella comenzó a descuidar su trabajo y yo, siempre, siempre, vigilando mi objetivo para no perderlo de vista: robarle el arma para morirme cuando yo lo decidiera. Cuando la tuve completamente enamorada, una noche después de muchas caricias, susurros, en la que me imploró que no la dejara, le pedí que hiciera algo por mí que nunca antes le habia propuesto: " Por favor, quítate la daga. Quiero hacerte el amor por completo, comer cada centímetro de tu cuerpo, beberme todos tus jugos, hundirme en todos tus labios y que me entregues tu fuerza, tus gemidos, tus gritos, tus sueños, por completo. Y fundirnos juntos en uno solo". Por fín accedió a desprenderse de ella, la dejó a un lado y fue la última vez que hicimos el amor con toda la pasión y desenfreno, salvajemente. Al amanecer, cuando la Muerte dormía exhausta sobre mi pecho, comprendí que me había enamorado.

Me corté las venas esa misma mañana.

3 comentarios:

Cpunto dijo...

a donde más conduce el enamoramiento...
me gustó!

C.

unsologato dijo...

Miuaaaaaaaaaaaaaaaaa...
Le ronroneamos por aquí...
sí... sí...
amor y muerte... como debe ser...

felino el saludo y el beso grande como de leopardo

Anónimo dijo...

El amor, siempre matando.

Abrazo orgiástico.