lunes, febrero 27, 2006

carnaval (tratemos de mudarnos a la jarana)


foto: 1r premio en disfraces de Gatos 2006: Macedonia de gatos con frutas.

Se asoma a la ventana, la ve, se le desvanecen todos los fantasmas, se le pasan los malos rollos. Lleva sombrero verde lima, sonrisa de bicarbonato y la mirada chispeante de esos ojillos rasgados que anuncian bolsitas de té y rajitas de cítrico.

Yo en la calle, me relamo los labios....

(Rápidamente me palpo la cabeza para comprobar que llevo bien puesto el sombrero cereza y me atuso el flequillo)

Con una pirueta ágil se cuela por la puerta entreabierta y se me escapa una sonrisa al ver la suya. Y ya no sé si es la mía la que veo o sólo es un reflejo de la suya en mi cara de espejo. Ya no sé si sonrío o le miro sonreír la faz de limón que se le ha puesto.

Ya no lo sé... Pero, mientras sambean nuestras ocho patas acera abajo, nos enredamos las colas, nos asaltamos sin chistar para lamernos larga y lentamente los bigotes (me sabe a sol y a helado de melón) Veleidades que nos hacen reir.
Quererlo sin más, mon Chat.
(Aclaración: el primer premio fue para los dos pero posó él que es muy fotogénico. Ah... Os aseguro que es mucho más divertido de lo que parece pero le dijeron que, por una vez, se pusiera serio...)

martes, febrero 21, 2006

recuerdo

















grabado de Ana Alberca


Recuerdo esa mañana sentada en la escalera, en un rincón, en la penumbra de un hueco sucio de pintura resquebrajada...

Recuerdo que me asusté, lo vi tambalearse y desplomarse.
No he podido borrar esa imagen de mi retina. Ni esa ni la del viejo escupiendo.

Recuerdo que salí corriendo de allí y en la esquina vomité....
Me limpié los ojos llorosos y los labios con el reverso de la manga. Odio ese sabor acre de mi boca, siempre lloro cuando vomito.

Ahora también vomito desnuda sobre el suelo de porcelanato blanco, inmóvil, fría. El pulso me revienta los tímpanos y la radio de la vecina anuncia las siete de la mañana, el sol madrugador reverdece mis ojos. No miro los tarros, ni las botellas, ni los tubos... Cremas, perfumes, dentífrico.
Evito el espejo, a mi espalda.

Me chupo la sangre que resbala entre mis dedos. Con el dorso de la mano hago el mismo gesto de siempre para limpiarme la boca y me embadurno sin contornos definidos los labios, las mejillas. El sabor agrio permanece, las piernas se me manchan.
El suelo se encharca.
Cierro los ojos de selva y...
recuerdo un paisaje de aguas grandes y tierra roja de Misiones...

(a partir de un comentario en el post El deslumbrante pájaro del azar del blog de Mentecato. Gracias)


martes, febrero 14, 2006

cambios

Él se aproxima por detrás. Lo oye pero no se mueve, sabe cómo se sucederán los siguientes minutos. Sólo se oyen sus pasos sobre la madera y va a depositar sus manos sobre sus hombros y presionarlos ligeramente con sus largos dedos de estéril cariño. Después ella va a mirarlo de lado, con una sorpresa -fingida- y un "No sabía que estabas por aquí...". Y le besará la mano izquierda. Pero no se moverá de su silla y él preguntará "¿vienes a la cama?". "Si... voy en un segundo", será su respuesta falsamente entusiasmada. Y lo oirá alejarse escaleras arriba.

Pero es mentira, no se ha sorprendido de su llegada, ni piensa ir inmediatamente a la cama. Seguirá ahí sentada, una noche más, hasta que se le cierren los ojos y ya no pueda ver más la figura del día que hoy recorta. Porque cada día toma una hoja de papel de 21 por 29,7, siempre blanca, sin explorar, sin vulnerar. Y la recorta con unas tijeras, sin marca previa, sin raya de lápiz, ni de ninguna otra manera poner límites a la espontaneidad, a su cortar perfiles frenéticamente según le dicta la memoria del día. Y si el día fue alterado resulta una figura puntiaguda, comprometida, violenta, perforada. Cuando el día ha sido apacible, la memoria y los dedos se alían a las cuchillas para bordar silencios, adornada con relieves de olas de espuma, mansos recovecos y dóciles curvas. Los días apasionados paren figuras arrebatadoras, ángulos seductores y ambas faces cautivadoras.... Cuando le entra el sueño, tira la figura a la chimenea y se acuesta al lado de un cuerpo que no la calma.

Esa noche se decide y le anuncia a su marido que lo deja. Ese hombre nunca le brindó su misterio, ni le llenó la luna, ni la persiguió con su risa. Él, circunspecto, acata el discurso. De nuevo disimulo y mutismo. Ella derrotada por tanta parquedad recoge sus pertenencias y prepara su equipaje.

Ya de madrugada dormita sobre la mesa cubierta de papel tenso de perfiles abruptos, restos arrancados en hirientes miradas bruscas y reproches olvidados se mezclan con pedazos de desgaste perdidos en la silencios. Mientras los gatos descansan junto a la maleta se acerca su marido, siempre por la espalda, y le susurra las palabras que nunca antes le dijo, las que ella ya no espera, las que deseó escuchar durante años y ahora ya no. Y la besa, la huele, la absorbe y la despoja de argumentos...

Un trece de octubre ese hombre le robó el alma. Perdió la memoria que la liberaba y, con ello, el porqué de una maleta preparada. Su ropa regresó a los cajones y al espliego. Todo volvió a su sitio. Su mente yace mezclada con días intensos olvidados, olor de almizcle, el número de teléfono de un desconocido y un montón de cenizas en la chimenea apagada.

Desde entonces recorta cada noche, desesperada, la misma figura amorfa. Sus papeles ya no perfilan la vida batida con emoción o rabia. Un día es igual a otro, cada día igual al anterior.

Pero ya nada es igual...

lunes, febrero 06, 2006

la herencia

foto de Eduardo Wallace


Se sentó frente al armario del desván durante una hora. No se decidió a abrirlo hasta que hubo fumado tres cigarros, desgranado 48 pensamientos, rechazadas 14 idas y retornos sobre si abrir primero la puerta de la izquierda o la de la derecha primero, estornudado 17 veces, quitado y puesto la chaqueta azul de lana -por frío o por calor- en tres ocasiones y levantado y vuelta a sentarse en el taburete media docena de veces más.

Abrió completamente las dos puertas blancas y se encontró con cuatro estantes repletos de cajas de cartón como las de zapatos, decoradas, perfectamente ordenadas por fechas y entre paréntesis, con impecable caligrafía y tinta negra, un referente o el absurdo motivo que anunciaba el significado de cada época. Quince en total, con lapsos de cinco años en cada una.

Cogió las seis más antiguas: treinta años en total. La edad justa de su madre cuando la trajo al mundo, la época que desconocía de su progenitora: la infancia, la adolescencia, sus primeros años de adulta.... ¿Qué habría? Recordaba haber visto a su madre cerrar cajas y armario sin vislumbrar nunca nada más allá de los brazos o la espalda. ¿Qué habría? Recuerdos: las fotos, tal vez dientes de leche, algún muñeco sin ojo o brazo, una cinta de raso para el pelo, un calendario de bolsillo, un poema de amor, un sueño escondido, una flor seca...? Nunca su madre le había permitido abrir el armario, nunca supo nada de su contenido, nunca aquella mujer convencida de que lo mejor de la vida era vivirla, apasionadamente, con respuesta y soluciones para todo, le había mostrado lo que guardaba en las cajas. Era el diario personal que ahora, una vez muerta su madre, ella vulneraría.

Lo que encontró en cada caja no eran una trenza de cabellos, ni una canción italiana de los años sesenta, ni un collar de cuentas de madera.. No halló más que preguntas anotadas con diferentes caligrafía pero todas de su madre. Al principio, preguntas infantiles sobre si los Reyes Magos existen o porque el cielo es azul si el aire es transparente, la luz de las luciérnagas y qué ocurrió con Pepe, el gato castaño de ojos miel que se fue. En la segunda caja más preguntas, sobre dios y la muerte, sobre el miedo, los estudios o la suerte. Más tarde sobre el amor, la inteligencia o los chicos; sobre si algún día seré feliz, huiré o me acostumbraré a las noches. En la quinta, la sexta, será feliz, sabré protegerla, sabré darle lo que necesite, seré fuerte, ¿¿será inteligente?? ¿me iré algún día?...

Siguió abriendo cajas y encontrándose con numerosas preguntas que se multiplicaban por cien, y más, tal vez mil en cada caja. Al principio eran preguntas "trascendentes", después aumentaba el número de preguntas absurdas y se llenaban más y más las cajas de pequeños retazos de papeles de colores, arrancados de cuadernos o recortados regularmente, servilletas de un bar, el envoltorio de un pan, cualquier papel, cualquier tinta, pregunta cada vez más trivial sobre los condimentos de un arroz, el color adecuado de unos zapatos o el tiempo que hará en Sebastopol.

(Ya van varias horas en el desván y las preguntas se agolpan, martillean mi cerebro, me devanan los sesos y recalientan mi venas: ¡me hierve la cabeza y me patinan las neuronas! )

Sentada sobre el parquet, rodeadas de cajas y papeles revueltos, decide que su madre guardó todas sus dudas para que ella no las viviera y quema todos los papeles, menos la última caja todavía cerrada, la más fea y pequeña, y deja el armario listo para sus propias preguntas, esas a las que nunca les halla respuesta. Con escrúpulosa meticulosidad limpia de polvo y bichos muertos estante a estante, cajón a cajón y decide que aprovechará incluso la parte del perchero para apilar nuevas cajas. Tendrá que recuperar el tiempo perdido, recordar cuantas veces se preguntó y no contestó y anotarlo todo. Tal vez pueda usar otro método para ordenar por temas, no por edad...

Antes de irse, decide levantar la tapa de la última caja, oye su nombre en terciopelo rojo y encuentra una pistola junto a una nota escrita por su madre que dice: Guarda todas, absolutamente todas tus preguntas sin respuestas, porque esta será la respuesta a la última pregunta.

( vuela una canción de la caja y mis pies por la escalera Je n'en connais pas la fin )