A mi espalda el hombre parlotea, agita manos y gesticula. Una voz
invisible le responde y él trata de convencerla. Yo camino junto a una
mujer de cuero que me explica novedades de otras latitudes,
temperaturas, humedades relativas, rojo y seco. Nos interrumpe su móvil,
se ausenta en un portal para hablar con el otro hemisferio.
El hombre ahora grita, ahora me asusta, ralentizo mi paso. Él
acelera cabreado con una voz muda. Se exalta, me mira y me advierte:
"Has estado a esto de morir" dice juntando su índice y su pulgar en el
aire. El aire que remueve me provoca náuseas, ve mi cara incrédula y
reafirma: ¿No me crees? ¡A esto!.
Lo veo sacar una pistola de su bolsillo y vaciar el cargador sobre
mí. El fogueo le hace gracia, se va, ríe de su audacia de borracho a las
cuatro de la madrugada.
Yo, inmóvil, retomo el aliento y regreso al mundo de los cañones
del colorado y del desierto de Néguev, al cuero de mi acompañante que se
extravió en una llamada.