Nos encontramos por primera vez en la escalera: era una aburrida noche de junio que finiquitaba un asqueroso día laboral. Tu bajabas del tercero con una morena despampanante, yo subía descalza -me dolían los pies horrores y había guardado mis sandalias de tacón en el bolso al llegar al portal-. La morena embelesada te hablaba al oído y ya me dió cierta envidia, para qué mentirte... Ni me vió, ni se apartó.
Tú sí me viste pero no soltaste su cintura. Mientras coincidían nuestros pies en el mismo escalón, era obvio que éramos multitud: ¡ la escalera no es tan ancha! Me pareció todo muy insolente y... me pegué a la pared.
Entonces se apagó la luz y, como quien no quiere la cosa, con tu mano libre aprovechaste para acariciarme el brazo -no fue un roce, no-. Noté tu aliento muy cerca, pero seguiste tu camino y al llegar al rellano, le diste al interruptor y te giraste para sonreírme (y para confirmar que me habías desarmado)
Y yo aún quieta, saqué mi mejor mirada laser: fulminé a la morena que quedó en el suelo de portal para ser barrida al día siguiente. Y tu subiste de nuevo para deslizar tu mano por mi cintura. Y tus labios por mi cuello.
Ja.
Ja.